Aquella noche se sentó frente a su escritorio con una hoja en blanco dispuesta a contarlo todo.
Las palabras se le amontonaban en los dedos deseando ser plasmadas y una extraña sequedad le invadía constantemente la garganta. Aquella historia estaba tan viva en su interior que casi podía escuchar como le hablaba, como le susurraba al oído que debía ser contada. Ella, desconcertada y tratando de ordenar los recuerdos, colocó la primera mirada, la segunda sonrisa y el cuarto beso junto a la goma de borrar. Al lado de su cuaderno colocó los sentimientos: primero la emoción de verla, después el cosquilleo al besarla; los nervios, el amor, el deseo, la frustración, la ilusión y por último, el miedo a perderla. Permaneció varios minutos, quizás horas pues el tiempo ya ni contaba ni importaba nada, observando aquel tesoro, aquella fortuna que su historia le dejaba. Mirándose el cuerpo encontró sus besos, que dejó justo al lado de los recuerdos. Se miró los bolsillos de la chaqueta y encontró sus abrazos, que con mucho cuidado colocó junto a las caricias más apasionadas. No olvidó cada una de las capas que con dificultad y como si de una cebolla se tratara, le fue quitando con el tiempo, como si la desnudara por dentro. Aquella noche, o tal vez fuera ya de día, quiso contarle al mundo lo que sentía, plasmar con palabras todo lo que había colocado cuidadosamente en su escritorio, sin embargo, nada más comenzar, se le cayeron las letras de la mano y salpicarón de blanco el papel unas las palabras que al fin y al cabo nada importaban.
Enfadada por la incapacidad de expresión que sentía y en una arrebato de rabia, volcó la mesa en la que se apoyaba.
Rodaron por el suelo todos aquellos sentimientos, el amor, la ilusión, y la primera mirada, y la segunda sonrisa, y el cuarto beso se desperdigaron por toda la habitación.
Ella permaneció alli sentada; se le llenaron los ojos de humedad salada...
Hija, que bien escribes...
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