EXT. TERRAZA – ATARDECER
Ella, recién estrenados los 30, me pregunta qué es ser adulta y yo, en el ecuador de la misma década, no se que contestar.
CORTE A:
Formamos parte de ese mal llamado generación Millenial, los nacidos entre el 81 y el 95, hijos del baby boom, la que dicen que somos la generación perdida. Somos también los primeros que nacimos bajo la premisa de una igualdad consagrada en nuestra Constitución. No la votamos, no la luchamos, simplemente cuando llegamos, ya estaba ahí.
Somos los early adopters, nostálgicos del Club Megatrix y los tazos, conocimos las pesetas y la entrada del euro y compartimos, igual que nuestros padres, los juegos en la calle. Probablemente en esto último terminen las similitudes de vida con la generación que nos precede. Nuestros padres, los Boomers, educados con cierta rigidez y enfocados en los logros profesionales y familiares, tienen más en común con sus padres que nosotros con ellos. Nos separa una generación pero el salto es abismal; a nuestra edad, la concesión de una hipoteca no les quitaba el sueño y ya nos tenían “creciditos”. No me malinterpretéis, no pretendo dulcificar ni idealizar las problemáticas a las que tuvieron que hacer frente, tampoco victimizarnos. Hablo del vacío que nos separa, de la falta de referentes a la hora de afrontar una vida adulta que en nada se parece a la suya. Sus 30 no son los nuestros. El mundo, la vida, ha cambiado en los últimos 50 años a un ritmo vertiginoso, hasta el punto de tener que redefinir qué es y qué se espera de nosotros en esta etapa de madurez. La vida adulta, la llaman. Y nosotros nos preguntamos qué es ser adulto ¿Tener una hipoteca a 40 años? ¿Formar una familia? ¿Comprar un SUV? ¿Jubilarte en la empresa en la que llevas trabajando toda la vida? Si así fuera, si estos son los elementos comunes para hacer check en la vida, mi generación vivirá en una eterna adolescencia. No por voluntad propia, claro, no porque seamos unos rebeldes inconformistas, vagos maleantes o temerosos del compromiso, sino más bien porque esas premisas se han quedado estancas, inmutables, obsoletas y ajenas al transcurso de un ritmo de vida asfixiante que no da tregua. La parcialidad y temporalidad de los contratos, la inestabilidad laboral en su conjunto y el terrorífico postulado capitalista que nos valora en función de lo que somos capaces de producir, nos secuestra las posibilidades de ahorro y estabilidad y, por lo tanto, de llegar a objetivos cada vez más inalcanzables.
Hablar de la vida adulta en esos términos implica abstraerse de nuestra propia realidad y compararnos con una ya caduca. No somos esos ¿A caso queremos serlo? Tal vez la respuesta consista en cambiar la pregunta.
Y extender el concepto de familia a una red de seguridad más amplia, menos jerarquizada donde las amistades, como soportes presentes y futuros, cojan más peso.
Y hablar de la cocrianza y de espacios compartidos de verdad, y no de los búnkers-colmena que se hacen llamar viviendas residenciales donde nadie se sabe el nombre de su vecina.
Y desprendernos de la obsesión por la propiedad, herencia de la posguerra, a la que tanto nos aferramos buscando seguridad.
(Porque ¡Ay, la seguridad! Menudo melón generacional. Los Millennials, a caballo entre el psicólogo y el lorazepan, expertos en ansiedad. Bastante bien estamos)
Tal vez ser adulta no tenga nada que ver con esto.
Tal vez todo se reduzca a hacer lo que buenamente podemos con lo que tenemos, que no es poco; a disfrutar de lo que nuestros padres no tuvieron, a mirar hacia delante sin buscar la aprobación de los que hoy no entienden y a no ser el reflejo de unas vidas que ya nunca serán las nuestras.
-No sé, cariño, no tengo la respuesta. Sospecho que desconocerlo no tiene tanto que ver con ser o no adulta, sino más bien con ser humana.
Y está bien también.
FUNDIDO A NEGRO